Luis Antonio de Villena: En afán desmedido



La lectura extemporánea de Corsarios de guante amarillo de Luis Antonio de Villena, reunión de ensayos sobre el dandysmo publicada originalmente en 1983, atrajo mi atención sobre En afán desmedido, reciente antología de su poesía (esta fue objeto hace algunos años de otra recopilación en el Fondo de Cultura Económica cuyo título, Honor de los vencidos, remite a una de las obsesiones de Villena, la derrota, sobre la que, como veremos, ha construido una poética). La lectura de ambos libros se complementa pues Villena, en realidad, nunca ha abandonado el dandysmo y quizá sea este la marca más perdurable de su obra o, en todo caso, su marco estético. No parece haber, en la literatura hispánica contemporánea, muchos otros escritores que hayan demostrado tanto interés en la elusiva figura del dandy (una de las probables etimologías de la palabra, como recuerda el propio autor, remite al movimiento de un lado a otro de una embarcación o un carruaje, lo que querría decir que el dandysmo es, ante todo, unritmo, o sea, una música, una poesía vital).

Quizá convenga, entonces, comenzar por examinar la concepción villeniana del dandysmo para entender mejor su poesía. Si bien este es un fenómeno histórico que surgió en Inglaterra a principios del siglo XIX con la icónica figura del BeauBrummell –bello y hueco, como hizo notar maliciosamente Byron al observar que las corbatas de Brummell habían tenido más ideas que él– y que se profundizó luego en Francia con practicantes y teóricos del dandysmo como Baudelaire y Barbey d’Aurevilly, Villena apunta atinadamente a una actitud vital intemporal que es ya, esencialmente, dandy, desde la Antigüedad misma, y pone como ejemplos a Alcibíades y a Catilina (y Julio César, quién lo duda, tuvo también visos de dandy antes de convertirse en César). La caracterización del primero sirve para todo el género: “Alcibíades es un dandy porque la gente le desea y le aborrece a un tiempo. Su vida es una actitud, un estilo ­–individual– y una victoria. Epata, repele y seduce. Le interesa más deslumbrar que gustar. Puede ser criticado –y lo es–, pero siempre fascina”. Amado y odiado, el dandy nunca resulta indiferente. Es un rebelde en el plano metafísico y social; en el primero, porque se alinea con el mal, como el Don Juan de Baudelaire (acaso Luzbel haya sido el primer dandy), y, en el segundo, porque rechaza las normas y convenciones que mansamente acata la mayor parte de la sociedad. Byron, Wilde, Baudelaire, etc., todo verdadero dandy ha sido un proscrito. Quizá el rasgo definitivo del personaje sea una radical y orgullosa individualidad. Lo que en el fondo se le reprocha es su inocultable diferencia: ¿quién es este, que no es un gris mediocre como nosotros?

Dandysmo no es mero sinónimo de elegancia o buen vestir, como tristemente se confunde a veces, lo que haría de cualquier banquero o político bien vestido un dandy. El verdadero dandy suele ser elegante, pero esta es solo la apariencia exterior. El hábito no hace al monje ni el traje al dandy. El dandysmo está, ante todo, en un temperamento, una actitud. Una de las definiciones más ineptas de la palabra ‘dandy’ es cortesía de la Real Academia Española, donde al parecer no hay ninguno (aunque por ahí esté Javier Marías, no exento de dandysmo): “hombre que se distingue por su extremada elegancia y buenos modales”. Quizá sea peor lo segundo que lo primero, pues el dandy, que puede poseer maneras exquisitas para ciertas cosas, suele ser, como sostiene Villena, además de egocéntrico e impasible, un gran impertinente, alguien que incomoda y causa escozor a las personas de buenas costumbres y, diríamos hoy, políticamente correctas. Baste recordar lo que ocurría cuando Beckford o Byron irrumpían en un salón.

El dandy privilegia la estética a la ética o funde ambas, indisolublemente. Es, antes que nada, el hombre del instante, del goce presente, el hedonista irredento (el seductor kierkegardiano, modelo de la etapa estética, es dandy hasta la médula). No se ilusiona, sabe que el presente se nos escapa entre las manos, que todo placer es efímero, que lo que queda en la memoria apenas cuenta, pero lo acepta así y no por ello dejará de buscarlo, en un permanente proceso de renovación que no le conducirá a ninguna parte, pero que se justifica a sí mismo en cada momento de singular intensidad. El dandy apurará la copa de la vida hasta que no quede nada.

Quizá de esta consciencia de lo efímero es que nace en su interior el famoso sol negro de la melancolía. Villena insiste, no sé si demasiado, en este punto: el dandy es siempre un melancólico, “il n’y a pas de dandy heureux”. Por supuesto que siempre hay en el dandysmo un fondo de melancolía, pero creo que esto es más cierto del específicamente villeniano que del fenómeno en general. Pensemos, por ejemplo, en Stendhal y algunos de sus personajes, que conjuntaban los rasgos del dandy y la búsqueda constante –y eventual posesión, así fuera pasajera– de le bonheur, miembros por partida doble de the happy few. Cyril Connoly, que algo entendía de dandysmo, lo vio claramente en Enemigos de la promesa: “el dandysmo, pese a sus raíces en el status quo y su tendencia al pesimismo, es una posición defendible, puesto que cualquier posición de la que se demuestre que puede producir buena literatura es defendible, siempre que el escritor cuente con una alegría natural, constitucional, que dé fe de su lirismo”.

El dandy, aristócrata del espíritu, se opone a la vulgaridad democrática y capitalista. El dandysmo es, en parte, reacción en contra del ideal político que pretende igualar a todo el mundo y que deriva de la Revolución Francesa (todos somos iguales; más aún, todos somos hermanos; el dandy, impertinente y arrogante, se permitirá disentir). Al capitalismo se opone en la medida en que este se rige por los criterios de utilidad, productividad y ganancia, y el dandy reivindica la ociosidad y la gratuidad, la belleza inútil (simbolizada en la corbata o la flor en el ojal). ¿Cuánto cuesta?, ¿qué produce?, ¿para qué sirve?, etc., son las herejías de la religión dandy. Idealmente, su practicante no hace nada, al menos nada productivoen términos mercantiles. Un viejo aristócrata francés, interrogado por sus actividades, contestaba indignado: “Moi, monsieur, je ne fais rien, je ne fais rien”.

La ética hasta aquí esbozada es la que se despliega en los poemas de En afán desmedido, de principio a fin. Aunque Villena, que nació en 1951, ha experimentado obviamente una evolución poética desde Sublime solarium (1971) hasta Imágenes en fuga de esplendor y tristeza (2016), es fundamentalmente el mismo poeta dandy. En la nota que precede a la antología, “Ideas sobre mí mismo”, traza a vuelo de pájaro algunas de sus principales referencias: Baudelaire, Verlaine, Eliot, Pound, Aleixandre, Lorca, Guillén, Cernuda, Paz… Quizá no hubiera estado de más que el antologador, Jorge Lobillo, indicara en alguna parte la procedencia de cada poema, pero hay que reconocer el tino de su selección. Cada texto incluido enEn afán desmedido es memorable.

A los críticos les gusta hablar de culturalismo al referirse a la poesía de Villena, lo que sencillamente quiere decir que abunda en referencias culturales y literarias, y remite constantemente a otros escritores y artistas. Como toda poesía moderna –posmoderna, si el lector quiere–, la de Villena se sabe literaria y es hiperconsciente de la tradición. En los primeros poemas, algunos de ellos escritos en prosa, figuran, por ejemplo, Alan de Lille, Jean Móreas, Kavafis, F. S. Fitzgerald y Marilyn Monroe. Uno de los mejores, “The beautiful and damned”, que evoca la vida de ese meteoro que fue el novelista norteamericano, sienta la premisa del resto de la obra villeniana: “¿Qué hacer? Fue corto el esplendor y es larga la caída. Y si el espejo devuelve aún perfección, no es ya hierba, sino árbol. Somos un aluvión de noches y bajeles en ruinas, y la palabra engaña como engañan los labios. Cae la belleza como el cadete que tiñe de sangre su guerrera en la batalla. Pero no es esa muerte el esplendor, sino el cuerpo que vuelve y el recuerdo que observa. La belleza es una perenne derrota que triunfa”. La última frase condensa la poética villeniana, esa poética en torno a la derrota a la que aludí al principio: la belleza es frágil y efímera, está condenada a perecer, pero si ha sido real, aunque haya durado solo un instante, es –no hay otra manera de decirlo– una derrota victoriosa.

El arte de vivir villeniano aparece cifrado en el poema que se titula, precisamente, “Un arte de vida”, y que podría servir como credo del dandysmo: “Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa, / tu corbata de tarde, la carta que le escribes / a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás / en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto / de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero. / Amar el sol y desear veranos, y el invierno / lentísimo que invita a la nostalgia (¿de dónde / esa nostalgia?). Salir todas las noches, arreglarte / el foulard con cariño esmerado ante el espejo, / embriagarte en belleza cuanto puedas, perseguir / y anhelar jóvenes cuerpos […] Del día que vendrá no sabes nada. (No consultas / oráculos.) Te quemarán hastíos y emociones, / tertulias y bellezas, las rosas de un banquete / suntuario, y las viejas callejas, donde se siente / todo, en el verano, como un aroma intenso. / Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa. / Y si todo va mal, si al final todo es duro, / como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno”. Aquí está todo: el ocio, la gratuidad, el esteticismo, el eros, el hedonismo y el triunfo en la derrota del dandy.

Pero Villena no es solo un poeta dandy, sino un poeta humanista, en el más riguroso sentido de la palabra, o sea, el de familiarizado con las letras grecolatinas (uno de los libros más simpáticos del autor en su faceta de ensayista es la Biblioteca de clásicos para uso de modernos). Más importante aún, posee un genuino temperamento helénico y latino: pagano, al mismo tiempo filosófico y sensual, horaciano. Ambos rasgos pueden apreciarse en un poema como “El sueño del humanista”. El que habla es Erasmo, que nunca pudo resolver del todo el conflicto entre la cultura clásica y la fe cristiana, y que al final de su vida lamenta no haber vivido más como los antiguos poetas y confiesa la verdadera esencia humanista, clásica, no cristiana: “El humanismo / no es esa teológica obsesión del Norte, sino aquel placer, / aquella osadía de vivir lo leído, aquel apurar lo bello / que sueño hoy, al borde de la muerte, y que nunca he vivido…”. Hoy, desafortunadamente, toda forma de humanismo, tanto pagano como religioso, se antoja más bien una reliquia.

En afán desmedido casi termina, y es justo, con un poema dedicado a Oscar Wilde, el espíritu tutelar de Villena. No creo que el autor de El retrato de Dorian Gray haya tenido, en el ámbito hispánico, muchos mejores lectores que el escritor madrileño. No se trata, claro está, de una lectura entre otras más o menos memorables, sino de una verdadera piedra de toque, una forma de autoconocimiento. Villena ha leído a Wilde, pero, sobre todo, ha sido leído por él, o sea, se ha conocido a sí mismo en clave wildeana. Esta clase de relación personalísima con un autor da derecho a algo más que la admiración: “… Soy / tu amigo, lo sabes, desde que era adolescente. Te entiendo / como a mí mismo (mucho e imperfectamente) pero / sabemos que no hay disimulo […] Me diste tanto, querido, que a menudo / me cuesta explicar que yo no soy solo tu lector / –también– / sino esencialmente tu amigo, porque hemos hablado y me lo / has dicho todo: escribir y vivir son aventuras de arte”.

Luis Antonio de Villena se acerca a los setenta años (no suele el dandy llegar a viejo, pero ahí están los casos de Barbey d’Aurevilly o su admirado William Beckford, el Beau Satan, que sobrepasaron los ochenta). Gafas con armazones de color, gruesos anillos en los dedos, infaltable foulard alrededor del cuello, sol negro de la melancolía –si él insiste–, pero con la consciencia de haber vivido y creado una obra, el poeta dandy se dispone, impertérrito, a contemplar el crepúsculo.

Publicado en http://www.criticismo.com/en-afan-desmedido/

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